Por: Juan Carlos Millán
»Todos los pueblos del mundo se cuentan las mismas historias; yo he estado en África, en el norte y sur de Europa, y me he encontrando con cuentos muy similares. Y la razón es que en todas partes nos hacemos las mismas preguntas: ¿De dónde venimos?, ¿para dónde vamos?, ¿por qué nos tenemos que ir?, ¿qué hacemos aquí? Y el cuento se encuentra a medio camino entre la pregunta y la respuesta», afirma.
¿Qué diferencias existen entre la narración oral y la escrita?
El cuento contado, la dicha de la palabra dicha –como me gusta decir-, es una materia oral e invisible que desaparece tan pronto deja de escucharse; en la escritura hay cosas que no pueden existir, como por ejemplo el silencio. Es extraordinariamente importante en cualquier forma de representación oral, ¡Y en música ni hablar!
No hay nada en la escritura que se pueda comparar al silencio, ni siquiera la página en blanco: dos páginas en blanco nunca encontrarán equivalentes en dos silencios porque, para empezar, no hay dos silencios iguales. El hecho de que la palabra dicha sea invisible, también le da una naturaleza singular a la narración oral. La escritura es, por el contrario, visible y eso es determinante.
¿Y entre cuento y cuento?
El cuento, aunque sea el mismo, y sea contado con las mismas palabras es siempre completamente distinto, porque sus sentidos son otros. Hay muchos narradores que al contar un cuento, además de cambiar palabras cambian el itinerario de sus personajes y hasta los hechos narrados, eso le da una vida singular al cuento contado.
En mi caso lo que busco, para muchos de los cuentos, es contar con el mínimo de palabras, que sean las que ese cuento necesita, las que van con esa historia. Quisiera contar de tal manera que el cambio de una palabra se sintiera en la totalidad del cuento, y eso me obliga a interiorizar tanto cada uno de mis cuentos, que prácticamente los habito, me habitan.
¿De dónde surge esa necesidad de contar los cuentos que escribe?
Digamos que es más bien al revés. Yo empecé contando cuentos hace ya varios años, y un día un editor me propuso hacer una serie de libros a partir de mis cuentos, de manera que se publicaron tres libros pequeños en la Colección Milenio de Editorial Norma.
De allí nacen los cuentos escritos, porque la verdad es que esa experiencia me gustó, esos libros tienen la posibilidad de ir a una cantidad de lugares a los que no puedo llegar. Tienen su vida. Un día, por ejemplo, alguien me hizo llegar un mensaje conmovedor, había encontrado un libro mío en la banca de un parque y lo había leído. Esa maravillosa capacidad de ser mensajes lanzados al mar, en botellas, que tienen los libros es fascinante.
¿Era la primera vez que escribía?
La escritura siempre me ha acompañado: creo que fue a los siete años cuando le mostré a Enrique, mi padre, uno de mis primeros escritos, lo leyó y me dijo: ¿Y a esto le llamás un cuento?, ¡No perdonaba ni media! Era un crítico muy severo, pero con ese comentario, de alguna manera, me estaba poniendo a su altura, estaba tratando como un colega a su hijo de 7 años y eso fue muy importante.
Los libros, los cuentos
¿Cómo surge ese amor por los libros y contar cuentos?
Bueno, son dos pasiones muy distintas, pero en la familia Buenaventura, comenzando por el abuelo Cornelio –quien era toda una leyenda en Cali– , había un marcado interés por los cuentos, y aquí hay también que hablar de mis tías –aunque la gente solo conozca a Enrique o a Nicolás, mi tío, hay que nombrar a por ejemplo a Constanza, la nena, una cuentera extraordinaria. En fin, contar en esa familia, es una manera de existir, que además es muy representativa del Cali de esa época y ese tiempo.
Tomás González comenta que los primeros cuentos y las primeras historias suelen ser narrados por las mujeres porque es otra forma de nutrir al niño. ¿Qué tan de acuerdo está con esa opinión?
Muy linda esa explicación, además de un hombre al que admiro mucho. Agregaría que si fuera por nosotros, los hombres, la cultura sencillamente desaparecería. Cuando estuve en África con los Djeli, los «Griots» la única casta en la que hombres y mujeres pueden ocupar el mismo lugar, tras escuchar las historias de los hombres me iba con las mujeres, a la hora de comer –hombres y mujeres no comen juntos-, ellas contaban mientras comían, la relación entre contar y nutrirse era natural, con los hombres la palabra tenía algo ceremonial.
¿Recuerda cómo pudo comenzar esta aventura?
De niño me maravillaban las palabras, y aunque no puedo explicar de dónde viene ese interés tan marcado, recuerdo por ejemplo que, mientras todos hablaban de una mesa coja, en mi familia solían referirse a la misma mesa diciendo que estaba lunanca. Hoy casi que ha desaparecido, pero se trata de una palabra más precisa para una mesa ya coja hace referencia a algo con dos patas y no cuatro.
Las palabras siempre me han encantado. En mi casa lo que más había era libros. El apartamento donde vivía con Enrique estaba lleno de libros, por todas partes. Llegó un momento en el que, a fuerza de vivir con ellos, comencé a abrirlos, para descubrir el misterio que guardan. ¡Y vaya misterio!
¿Cómo eran esas primeras lecturas?, ¿escuchar esos primeros cuentos?
Mi abuelo armaba un cuento de cualquier cosa, y ¡Ay de que se le llegara a poner en duda! Él no era autor de esos cuentos, los había vivido, todos le habían ocurrido a él y por esa razón, eran verdades irrefutables.
A mi tío Cornelio, que era alcohólico, solía encontrármelo de regreso de la escuela, él estaba en un bar, me veía pasar, me llamaba, me sentaba en sus piernas y me contaba historias. Yo solía decir, con orgullo, que mi tío me llevaría al Amazonas a cazar leones.
En otra oportunidad, estábamos en Francia, y recuerdo que mis padres salieron de gira y me dejaron en casa de un señor, quien al volver les comentó que tenía que ir a Colombia, porque yo le había comentado tal cantidad tan impresionante de cosas que él tenía que verlas por sus propios ojos. De alguna manera yo me lo creía todo y lo sigo creyendo.
Para mí es muy importante el cuento que cada oyente arma en su cabeza, el que cree y los cuentos que cuento me los creo todos, es la primera condición para contarlos.
¿Cómo lo influenció la tradición oral que está tan presente en la Costa Atlántica?
Mis maestros son los viejos cuenteros populares tradicionales; yo no tengo formación de cuentero sino más bien iniciación: escuché a Fermín Ríos, quien me crió con sus cuentos, y luego me fui al África para escuchar esos viejos cuenteros de las aldeas; de tal manera que mis maestros son ellos. Aunque, claro, está el hecho de esa vertiente maravillosa de la Costa Atlántica y sus cuenteros –hablar de García Márquez, por ejemplo-, así como de una tradición que es muy rica porque allí están presentes muchas cosas: la Sierra Nevada o La Guajira, sus tradiciones orales Wayúu, Kogui o Arahuaca, además de una tradición digamos más criolla.
Pero bueno, si vamos a irnos a las raíces, en este país hay tres tradiciones orales fundamentales: una que es la de los pueblos indígenas, y que es además la que menos conocemos por ser la más olvidada y trastocada al pasar por ese cedazo de los misioneros; la segunda es una tradición negra que viene de África y que se ha mantenido de manera muy fuerte en el Pacífico colombiano –Chocó-, y también algunos pueblos de la Costa Atlántica; y la tercera, que es esa tradición que nos llega de España junto con una enorme influencia mora, de la que vienen cosas que sin embargo consideramos muy colombianas: El hojarasquín del monte, El duende, La madremonte o La patasola.
¿Qué papel jugaron los cuentos en su infancia?
He ido a ciertos lugares en Colombia y he estado en regiones en las que las niñas, los niños a los que les he contado, han crecido sin cuentos. Eso me ha hecho pensar que hay una diferencia muy grande entre crecer con cuentos y crecer sin cuentos. La ausencia de cuentos termina viéndose reflejada en las relaciones que las personas tienen con la vida. Cuando uno ha escuchado de niño una historia como la de Pulgarcito, sabe que aún el ser más frágil y pequeño, el más vulnerable tendrá una oportunidad en esta vida.
Eso es muy importante, porque hay gente que cree que no ve ninguna posibilidad de vida y existencia, y eso termina pesando.
En Colombia suelen decirle a uno tres cosas: no coma cuento, no de papaya; y si se la dan, cómase toda la que pueda… No sé cómo se puede construir así un país.
Crecí comiendo cuento, dando papaya. Hay que dar papaya, si no da papaya no se expone, y si no se expone no tiene, ni come cuento. Y hay que crear un espacio donde dar papaya no signifique que lo tumben a uno, eso se llama confianza y sin confianza no hay ni cuento, ni país, ni proyectos, ni vida, ni nada.
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